Cultura es modo de vida; es quehacer cotidiano en sus múltiples expresiones; igualmente, es reflejo de las estructuras sociales y formas de poder, así como es testimonio de la creatividad artística, del lenguaje y de las costumbres colectivas de un pueblo y una nación que, de esa manera, construyen su identidad, fortaleza y orgullo. En la más alta jerarquía de las grandes culturas que han trascendido históricamente, destacan las naciones originarias de Mesoamérica, asentadas en nuestros territorios hace miles de años, cuyos evidentes y singulares testimonios, desde el Preclásico olmeca hasta el Posclásico azteca, revelan el esplendor de esos pueblos que, con la misma fortaleza, siguieron expresándose culturalmente durante el periodo virreinal, así como en el México decimonónico y contemporáneo, formando así nuestro inmenso y valiosísimo patrimonio histórico.

Esos valores mexicanos, al igual que los que les son propios a las más importantes civilizaciones universales tienen, además de su gran contenido sociológico e histórico, un relevante elemento de aprecio económico que es intrínseco a sus tesoros ancestrales que siempre han provocado la ambición y la codicia de conquistadores, mercenarios y saqueadores, quienes han visto a esos bienes como materia de rapiña, lo que puede simbolizar su capacidad de conquista y de dominio político, o el cínico objetivo de lucro delincuencial y de posesión patológica. De esa depredación implacable pueden dar cuenta los territorios emblemáticos de las culturas más señeras de la humanidad, en la misma forma que cualquier otro asentamiento humano que sea significativo y que haya dejado huella permanente ya que, en todos esos casos, los despojos se han dado de manera recurrente, brutal y despiadada, como lo atestiguan sus grandes monumentos y centros ceremoniales, así como decenas de miles de piezas extraordinarias que hoy se encuentran encadenadas en las cárceles museográficas de sus conquistadores; mientras los mercaderes venden y subastan trozos de cultura y de identidad colectiva, sin la menor conciencia de la gravedad de sus delitos, lo que ha movido a países civilizados y a organizaciones mundiales, como la Unesco, a establecer una defensa comprometida y solidaria frente a esos crímenes contra la humanidad. En el caso mexicano, la defensa de nuestro patrimonio cultural tiene lejanos antecedentes que se iniciaron como respuesta al saqueo permanente que hemos sufrido y que se multiplicó en el siglo XIX, llegando hasta hoy. Es así como se fueron expidiendo leyes y decretos para su protección, desde 1896 y 1897, para repetirse en 1914 y 1916; estableciendo en 1934 un sistema obligatorio de registro de propiedad arqueológica; para que después, en 1970 y 1972, se lograra finalmente crear una legislación verdaderamente defensora de ese patrimonio, misma que obtuvo una reforma en 2018.

Con base en ese sustento legal, entre 1970 y 1976, el gobierno de la República pudo recuperar más de 40 mil piezas arqueológicas y coloniales que se encuentran en custodia de los institutos correspondientes. Entre los más destacados ejemplos se hallan El señor de las limas y El cuarto códice maya, así como variados estípites, óleos y retablos barrocos de extraordinario valor, junto con tantas otras muestras significativas de la cultura mexicana.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *